Me levanté esta mañana con energía. Sin miedo.23 de febrero.
Año tras año, en mi casa, todos cuentan la misma historia. Mi madre relata su miedo, el que pasó con nosotros tres pequeños, en casa y sola, mientras mi padre ante tal desconcierto se había ido a esconder al monte, a ese que conoce como la palma de su mano, esa grieta en la roca que me enseñó hace ya tantos años donde su padre estuvo tanto tiempo escondido.
En mi pueblo, calles vacías, miradas sospechosas, la radio encendida escuchando como los tanques paseaban por Valencia capitaneados por Milans del Bosch, para terror de algunos y algarabía de otros. Mi padre relata como la gente se dispersaba por el monte buscando escondites, sin radio, sin saber qué estaba pasando allí abajo, sin saber nada, y con miedo, mucho miedo de volver a empezar..
La hermana de mi padre, la última hippie verdadera que conozco, había subido a nuestra casa, había venido a casa, había cogido las escopetas que mi padre guardaba, y guarda, de mi abuelo, incluido un winchester, y las había bajado envueltas en una manta bajo el abrigo a esconderlas en su casa, en el tejado del patio trasero.
Con la fuerza que da la rabia, la rapidez que da el miedo, con la valentía que da la impotencia y la dignidad que da el injusto sufrimiento, cruzó toda la villa con las escopetas escondidas, mientras en una cafetería famosa y antigua en medio de la plaza, al lado del Ayuntamiento, al mismo tiempo que se estaba celebrando un pleno con el Partido Comunista en la alcaldía, un grupo de grises con las pistolas apoyadas encima de la mesa elaboraban una lista de rojos. Los más significados, los conocidos, los comunistas que después de tantos años habían gritado al mundo que lo eran, algunas de ellas concejalas, como mi prima, que entonces tenía 29 años.
En cuánto hubiera oportunidad, iban a por ellos. Más de la mitad de mi familia, estaba apuntada en esa lista.
Mi madre siempre cuenta que esas largas horas, se vio de repente sola, con 33 años y un niño de 7, una niña de 4 y otra de 1 año, pensando cómo iba a hacer para darnos de comer, si mi padre tenía que quedarse escondido. No lloró, ni dejó que el miedo la atenazara. Jugamos la tarde, esta vez no fuimos al parque, nos quedamos en casa, yo dormí la siesta como siempre, nos preparó la cena, nos bañó, nos metió en la cama, nos leyó, y cuando escuchó al Rey, cayendo en la ingenuidad de muchos por aquel entonces, olvidó que era repúblicana y se hizo Juancarlista por una temporada.
Ahora son otros miedos a los que enfrentarse, siempre los habrá, siempre lo hay, pero no podemos dejar que nos atenacen, que nos bloqueen, que dejen nuestros pies enterrados en el lodo. Porque entonces hay que gritar alto, muy alto, para que te cojan fuerte de las manos y te empujen hasta que puedas avanzar.
El miedo global
Los que trabajan tienen miedo de perder el trabajo.
Los que no trabajan tienen miedo de no encontrar trabajo nunca.
Quien no tiene miedo al hambre, tiene miedo a la comida.
Los automovilistas tienen miedo de caminar y los peatones tiene miedo de ser atropellados.
La democracia tiene miedo de recordar y el lenguaje tienen miedo de decir.
Los civiles tienen miedo a los militares, los militres tienen miedo a la falta de armas, las armas tienen miedo a la falta de guerras.
Es el tiempo del miedo.
Miedo de la mujer a la violencia del hombre y miedo del hombre a la mujer sin miedo.
Miedo a los ladrones, miedo a la policía.
Miedo a la puerta sin cerradura, miedo a la noche sin pastillas para dormir y miedo al día sin pastillas para despertar.
Miedo a la multitud, miedo a la soledad, miedo a lo que fue y a lo que puede ser, miedo a morir, miedo a vivir.
Eduardo Galeano.