lunes, 30 de agosto de 2010

notas de violín en el mercadona

A última hora de la tarde, fui corriendo al Mercadona. Corría entre los pasillos mirando de un lado a otro intentando acordarme de lo que había escrito en la nota para rellenar la nevera, e intentando recordar dónde la había dejado y por qué me empeño en hacerla una y otra vez si luego nunca la llevo encima...
Fruta, fruta variada, y tomates, y lechuga... En estas estaba cuando lo vi. Encima de unos palés de madera, donde se ofertaban tomates para ensalada y bolsas de 2 kilos de cebollas, un violín posado encima, con el arco a su lado. Me quedé parada, pensando por qué tampoco nunca llevo la cámara de fotos encima, por muchas veces que decida hacerlo. Miré a mi espalda, y ahí estaba su dueño. Gitano moreno, anciano, con la expresión en el rostro de quien tuvo una belleza espectacular, arrugas de vida con dolores, y alegrías y arte. Sombrero de ala estrecha, camisa blanca gastada pero impecable y pantalón oscuro de pinzas. Escogía pepinos con su mano violinista enfundada en guante de plástico. El violín tenía la madera mate, era antiguo, tan antiguo como su amo, y con los rasgos de quien tuvo una belleza brillante. No lo vigilaba, no lo miraba, quizás pensaba que quién iba a llevarse un viejo violín. No temía que llevase ningún golpe, ni que nadie apoyase cebollas encima por error.. Quizás pensaba que ya habían vivido mucho, que ya habían llevado demasiados golpes, que el que pasa por delante sin oírlos les hace más daño que un kilo de melocotones en su panza de violín. El gitano, pesó los pepinos y los tomates pera que había metido en sendas bolsas, pegó las etiquetas en cada una, y con la mano aún enfundada en el plástico, cogió su instrumento y se fue caminando lentamente pasillo de congelados alante.
Seguro que a esa hora, comenzaba la función en cualquier calle de la ciudad, en cualquier esquina, en cualquier callejón. No sé qué música salía de aquel violín, no sonó, no la escuché mientras se alejaban a la par, pero vi la ternura de dos compañeros que comparten el arte, lo cotidiano de la vida, entre berenjenas y espárragos trigueros.
Y dejé de correr. Miré las manzanas con solemnidad, y las escogí con mimo, con cuidado. Dejé de sentirme en el mercadona, y de repente me creí en un teatro... y empecé a escuchar notas de violín.

jueves, 5 de agosto de 2010

31

Nos hacemos grandes. Sin remedio. Yo me hago mayor, sobre todo por la parte de dentro, por esos lugares donde no hay músculo, ni hueso, ni órganos ni plaquetas.; por ese lugar que queda cuando quitas todo lo demás y que tiene nombres diferentes, y no tiene forma definida, y al final es lo que somos cada uno de nosotros.
Por esa parte me hago mayor. Y me doy cuenta porque hay pocas cosas que cada vez son más importantes, y muchas otras que dejan de serlo tanto. Me hago consciente de que me hago mayor porque me gustan las sobremesas después de comer, y el vino está empezando a gustarme aunque aún no sepa distinguir el sabor amargo del ácido, porque sigo sin tener claro lo que quiero, pero al menos ya sé lo que no quiero. Porque nunca pensé que yo fuera de esas personas con apego familiar, y me sorprendo a mí misma descubriendo que se despierta por momentos. Porque ya no soy tan independiente como hace años e intento querer bien a quien quiero, querer mejor.

Me hago mayor porque hace cuatro días fue mi cumpleaños, y porque en nada vuelve a ser otra vez, porque los 30 fueron una puñalada, y los 31 ya no tanto, porque cada vez tengo más manías y no me gusta que el rollo de papel higiénico quede desenrollado tocando el suelo, ni que la gente sea mal educada gratuítamente. Me hago mayor porque mi padre nos pide a mis hermanos y a mí que le demos nietos, porque ya no me pongo tan roja si tengo que hablar en público, porque por las mañanas el silencio se convirtió en necesidad y mi madre me regaló un contorno de ojos para las arrugas de "expresión". Porque ya no tengo tanta elasticidad como para hacer el pino puente. Porque cada vez me gusta más mi nombre, el de mi abuela, y ya no me suena a nombre de vieja.

Ya soy grande. Empiezo a tener miedo de ver envejecer a mis padres, y la gente de mi generación empieza a tener niños. Me hago mayor porque ya no conozco a los que hace 10 años eran niños en mi pueblo, porque de repente ellas tienen unas tetas más grandes que las mías, y ellos, nuez, barba incipiente y granos en la frente. Me hago mayor porque la resaca me dura más tiempo, porque mi música favorita son "clásicos", porque a veces prefiero quedarme en casa leyendo un buen libro que salir a tomar cervezas.
Y como un amigo (tú, sí) se empeña en decirme un día sí y otro también, aunque estos últimos tiempos hayan sido tiempos de horas bajas, estoy en mi mejor momento. Este es nuestro mejor momento. Lo es. Solo tienes que creértelo y quitar de una vez por todas el retrovisor. Me dice.

Me hago mayor porque quiero creerme a pies juntillas que es cierto, que las épocas de crisis nos hacen más fuertes, que una buena gestión de un período de reflexión, nos hará renacer con más ímpetu, con más ganas, con más experiencia.

Me hago mayor... y cruzo los dedos... para seguir haciéndome mayor... y mejor.