sábado, 12 de febrero de 2011

despertar


foto: Dunas de Dajla. Ali



Llegué temprano, a las 9. Las calles estaban mojadas, lluvias de amanecer testimoniales que dejaron rápidamente sitio al sol. Sol. Que empapa cada resquicio de piel, que templa el ánimo, el alma, que reconforta y acuna en los días de invierno, que acaricia, que alimenta.

La ciudad empieza a despertar, con pereza, con la paz que da un sábado por la mañana donde uno desayuna con más calma, donde se puede retozar entre las sábanas mientras la luz entra por las rendijas de la persiana.

Pocos paseantes, madrugadores hambrientos de luz, pasean por el muro de la playa. Los hay que llevan música, y caminan poniendo banda sonora a las olas. Mar bravo, brillante bajo un cielo azul que provoca escalofrío. Todavía es febrero.

Me apoyo en la barandilla intentando absorber todo este espectáculo, quizás porque habitualmente no puedo desde mi ciudad ver el mar cada mañana. Y cojo aire, y lo suelto, y cojo aire de nuevo, y lo suelto. Y me fijo en las formas de las rocas, y en el perro que husmea entre la arena. Y sonrío a paseantes desconocidos. Esta mañana hay complicidad entre nosotros. Y cojo aire, y lo suelto. Consciente de hacerlo. Consciente de respirar. Consciente de vivir.

No estoy aquí por casualidad. He venido a escucharla a ella. Activista saharaui del grupo de los Siete. Como todos los hombres y mujeres saharauis habla pausada, con voz dulce que hipnotiza, mientras alguien traduce su hassanía. Habla como quien tiene todo el tiempo del mundo, el tiempo que le han dado las dunas del desierto. Habla de sus 12 años en diferentes cárceles marroquíes como si de otra persona se tratara. Habla de cuando estuvo 7 meses con los ojos vendados, cuando la colgaron de una cuerda de una avioneta mientras la azotaban en el vacío. Cuenta cómo la ahogaron con trapos mojados empapados en el cubo con agua y lejía que habían utilizado para limpiar las letrinas. Y mira con sus ojos negros a los que escuchamos, y da las gracias. Da las gracias por escucharla.

Quiero alzar la voz, en medio de aquella conferencia, cuando escucho a una alcaldesa socialista hablar. Quiero decirle que basta, que basta de hipocresía, que el gobierno español tiene que significarse, que no puede seguir vendiendo armamento a Marruecos, que es nuestra responsabilidad, que fuimos su colono, y les abandonamos a su suerte. Que no me importa cuánto dinero destina su institución al programa de vacaciones en paz para los niños y niñas que llegan en verano a nuestras casas. No es suficiente. No basta. No basta. No ha bastado en 36 años.

Pero no me corresponde. Yo solo hago fotos y cumplo mi papel. Y escucho, y cruzo los dedos para que quien va a hablar ahora, diga lo que habíamos acordado. Y lo dice, emocionada tras escuchar a la activista. Y lo dice, y alza la voz y dice basta a la hipocresía. No nos creemos el discurso. Es posible la autodeterminación, es justa, es necesaria. Y no nos creemos nada más. Y no nos vamos a conformar con otra cosa que no sea la libertad de elegir.

Salgo de allí con un montón de fotografías, con un nudo en la garganta, y con un sol más fuerte sobre mi cabeza. La ciudad, dos horas después, ya ha despertado. Hay bullicio en el paseo de la playa. Caminantes, mujeres, perros, niños en patines, un surfista valiente que no teme al frío, barras de pan recién hechas, y una preocupación común: barça-sporting.

Debemos de irnos. Pero antes, vuelvo a la barandilla. Enjuago las lágrimas que me caen sin querer, y miro de nuevo a los paseantes. Y confío en ellos. Confío en que seremos capaces de hacerlo. Y pienso en Egipto, y pienso en Palestina, y pienso en lo que me traje pegado al alma del Sahara que me acompaña siempre. Y pienso en el efecto mariposa, y más que nunca, creo que podemos hacerlo. Vuelvo a coger aire, lo suelto. Y cojo aire, y vuelvo a soltarlo. Consciente de lo afortunada que soy. Consciente del reto. Consciente, más que nunca, de estar viva.

Sí, voy. Debemos irnos.


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