Dolor. Dolor. Dolor de alma, dolor de corazón. Ese es el dolor por excelencia. Ese que no se ubica en ningún lado y que lo ocupa todo. Ese que no se despega, que nos persigue, que parece que nunca más va a abandonarnos. No sangra, no hay masaje que lo atenúe ni pastilla que lo quite. No se puede escayolar, ni coser, ni siquiera untar con ningún ungüento, ni pomada, ni pócima de yerbajos. Ese que nos despierta por la noche y que por un segundo pensamos que quizás haya sido una pesadilla, pero que cae sobre nuestra almohada como losa, ese que nos corta como cristal, que nos congela como hielo, que nos agota como el hambre.
Ese dolor que analizamos, que intentamos diseccionar, racionalizar, que observamos desde perspectivas diferentes a lo largo del día, que pasa de negro a gris, de gris a otro gris, que se vuelve siempre negro. Ese dolor que nos borra la sonrisa y las ganas, las ganas de todo y que parece que solo nos deja las de sentirlo, las de regodearnos y empaparnos en él hasta las entrañas. Ese nudo que se afloja a golpe de lágrimas que caen rodando a la carrera, que salen en soledad, en compañía, que se agolpan en la garganta por una palabra, por una imagen, por un olor. Dolor que se mete bajo las uñas, entre el pelo, en los zapatos.
Alguna vez lo hemos sentido, y alguna vez más lo sentiremos. Y como alguien nos dijo aquellos días, y como dijimos a alguien en aquellos, sus días, tarde o temprano pasa de largo. Un día, despertamos y ya no duele tanto, ya no pesa tanto, nos da alguna tregua a ratos y nos sorprende a nosotros mismos pensando en su ausencia. El gris se clarea, y empiezan a asomar otros sonidos y otros sabores, y el olor del mundo empieza a distinguir diferentes fragancias.
Solo hay una diferencia. El dolor que nos hacen, algún día se cura. Llega un momento en que se va, en que se despide, en que el torbellino que formaba en tu cuerpo desde los pies a la cabeza se va abriendo cada vez más, hasta que se desvanece, hasta que se destruye... pero el dolor que uno hace, ése se queda contigo. Se aprende a esquivar, a ahogar, a silenciar. Se intuye sin mirarlo, y uno siente su aliento en la nuca. El dolor que uno da a otro, no se queda en el otro, se queda en tí, se esconde a ratos, y se hace viejo compañero de viaje.. se capea, se aprende a apartarlo de la mente de un manotazo, y se le coge el tranquillo para manejar con energía, con ese dolor, se aprende a vivir, porque ese dolor...ése, te acompañará siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario