sábado, 8 de octubre de 2011

pienso en ti



pienso en ti,
interminablemente en ti
quiero ser
una respuesta para ti

pienso en ti

creo en ti
inagotablemente en ti
como tu
que confiaste en mi saber

creo en ti

y despertar
a tu lado
cada amanecer
y hacer rodar
mis labios
sobre tu piel

creo en ti

estoy en ti
desesperadamente en ti
y hasta hoy
he aguantado sin hablar
estoy en ti
solo en ti

y despertar a tu lado
cada amanecer
y hacer rodar
mis labios
sobre tu piel

creo en ti
creo en ti
solo en ti

miércoles, 5 de octubre de 2011

el tiempo se mide en punzadas

No es una sensación constante, es como una punzada. Las agujas del reloj hacen su trabajo, y en tu ausencia, parecen impertérritas y avanzan implacables sin prisas ni pausas, como si por fin, respetaran los segundos, y los espacios y los tiempos.
Mientras la vida pasa, las rutinas se afianzan como rutinas, y las actividades cotidianas te mantienen lejos. Es entonces cuando sucede. Algo impercetible a la conciencia trae tu imagen, o puede que su recuerdo, o puede que tu ausencia. Y la mirada por un segundo se pierde para posarse en tí, que no estás, pero se posa de igual manera en ese recobeco perfecto entre tu hombro y tu cuello que se me antoja que tiene la forma de mi cabeza. Se posa en detalles que pasan desapercibidos cuando son tus labios los que están aquí, cuando es tu voz la que escucho. Puede ser en el lunar de tu mejilla, o en tu dedo meñique del pie que se abre hacia fuera cuando caminas. Algunas veces se posa en la piel suave de tus brazos, en tu espalda templada o en esa erre que suavemente arrastras al hablar. Se apoya en tu pelo húmedo de sudor, en tu mirada callada que apoyas sobre la almohada, en tus ganas...
Es entonces cuando sucede. Cuando te echo tanto de menos que cambiaría cualquier super poder por ser capaz de transportarte hasta mi piel. Cuando esa punzada me empuja a escribir, a intentar retener inútilmente el instante en que sucede.
Y es en vano, así que dejo con resignación que la punzada se cuele por los bolsillos, mientras miro el reloj y pienso que son tantas las horas que han pasado desde que te has ido que ha pasado un día entero, que son tantas las horas que faltan para que vuelvas, que quizás me esperen docenas de punzadas.
Esas que me recuerdan que quizás tenga suerte, que quizás llegues, que quizás vuelvas para quedarte. Que quizás, tus punzadas y las mías, formen parte de algo grande.

miércoles, 6 de julio de 2011

pasión

Soy una buena persona. Y soy afortunada. Tengo gente que me quiere. Tengo la mejor gente que puedo tener a mi vera, que me quiere incondicionalmente. Y soy buena persona. No llevo un cartel sobre mi cabeza pidiendo que la gente me diga que soy especial, que tengo encanto, que soy sensibilidad a raudales. No soy un experimento de locura para un rato, para una vida irreal, para un tiempo de rugido. No lo soy. Soy buena persona, y soy verdadera. Y vivo la vida de manera intensa. Y entiendo la vida con pasión. Y tengo mil y un defectos, y manías, y ruindades. Pero esta es mi manera de sentir, y de vivir, y de hacer.

Cuando quiero a una persona, a un amigo, a una amiga, la quiero sin condiciones. La quiero por lo que es, en su conjunto, aunque a veces piense que no está siempre que necesito que esté, aunque a veces me parezca egoísta para conmigo, aunque a veces no me contemple todo lo que yo quisiera. La quiero aún sabiendo que pienso todo esto porque muchas veces soy miserable, y porque pienso que ella me querrá aún sabiendo que yo soy egoísta. La quiero y punto.
No soy un juguete roto, ni un trofeo, ni una pieza valiosa que exhibir. No soy la responsable de las dudas vitales del resto, de las divinidades y miserias del resto, porque lo único que intento es gestionar las mías, aprender de la gente que me quiere que me ayuda a potenciar esas divinidades y aplacar mis miserias. No soy alguien para vivir una vida de sueños, pensando que la vida real está en otro lado. No necesito que nadie me diga que soy especial, que tengo estrella, no necesito que nadie me lo diga si no lo piensa, si no lo cree, si mañana, cuando el rugido se calme, cuando la paz vuelva, se me deseche como trapo de rebajas.

Ya no quiero más silencio. Porque no lo quiero, porque no merezco la indiferencia ni la exclusión. Ya no quiero comportamientos cobardes y todas las palabras que se quedaron de repente vacías, suspendidas en el aire, letras de porexpán que son parte del atrezzo, que fueron parte del decorado por un trecho, que se cayeron una a una en cuanto bajasteis vuestro telón.

Ya no las quiero porque duelen. Porque mi amor es incondicional. Y porque deseo compartirlo con quienes quieran hacerlo conmigo. Porque la felicidad, solo es real si se comparte. Porque compartir es vivir y porque yo decido cómo vivir. Porque soy buena persona. Porque soy real.

martes, 21 de junio de 2011

la belleza

Esta tarde he estado en un alojamiento para afectados de SIDA. Las 17 personas que viven en la casa, apenas tienen recursos ni estructura familiar para vivir de forma autónoma y son enfermos con bastantes años a sus espaldas de VIH. Uno de ellos, estaba muy contento. El viernes es su cumpleaños y van a celebrarlo en una cena con carne argentina. Me invitaba a "jalar" con ellos en el día de su último cumpleaños, que según me confesó, vaticinaba convencido. El viernes cumple 54 años.
Unos jugaban al parchís, otros veían la tele, y un par de hombres intentaban recuperar un viejo invernadero en el jardín para plantar un huerto.

Después, nos fuimos a ver un piso de alojamiento para niños y niñas desde los 3 años a los 13. Por el día, desde primera hora de la mañana están en la casa con los educadores. Asisten al colegio, al parque, a la playa y a actividades extraescolares. Comen y cenan en el piso y por las noches regresan a casa con sus familias. Son familias normalmente desestructuradas y en riesgo de exclusión que no pueden hacerse cargo de las necesidades de sus retoños, así que los educadores "sustituyen" a sus progenitores por el día, mientras trabajan con las familias para que cuanto antes, estén en condiciones de volver a reagrupar a todos sus miembros. Nos enseñaron sus camas, las estanterías con su ropa, las duchas, el comedor, la sala de juguetes y la sala de estudio. Bailaron para nosotros las coreografías que han preparado en sus coles para la fiesta fin de curso y se subieron a nuestros brazos para despedirnos.

Tras ver a los niños, por último nos fuimos a una casa tutelada donde conviven varias personas con discapacidad intelectual bastante severa. Algunos de ellos, todos adultos, ya no tienen familia y la fundación que gestiona todos estos recursos, les tutela. Por el día cada uno de ellos tiene sus actividades, asisten al Centro de Apoyo a la Integración, o a otros recursos, y vuelven a las 5 a casa. Algunos van a baile, o a clase de música, o al cine. Me comieron a besos mientras me llevaban en volandas por la casa enseñándome sus juguetes y uno de ellos, bailaba flamenco para los visitantes. Sus ojos brillaban al reírse más que los ojos de cualquiera.

Solo una tarde, tan solo 4 horas, y he visto el mundo.

De vuelta, sigo caminando por la ciudad, viendo gente de todas las edades, señoras compuestas con pendientes de perla y peinado reciente. Mujeres con carritos de la compra, señores en traje, repartidores, tenderos, el señor del estanco y la conserje de mi portal. Veo a madres jóvenes con niños de mochila, a chicos en patinete y chicas de largas melenas y pantalones muy cortos. Hay niños jugando en el parque, y señores mayores que observan desde un banco, en pareja, en grupos de tres. Taxistas y policías que vigilan los coches aparcados en zona azul. Los hay que caminan despacio, otros van veloces al ritmo de la música en los auriculares. Hay señoras mayores del brazo de mujeres más jóvenes, subsaharianos que ofrecen cd's y gafas de sol de imitación. Hay "sin techo" que cargan con un bolsa donde guardan sus enseres, indignados reunidos en la plaza y gente que va en bicicleta. Todos formamos una gran mayoría.
En todos esos días que miro a mi alrededor, no es demasiado habitual ver a una persona con síndrome de down, o una persona ciega con un perro lazarillo. Los que tienen VIH no llevan un cartel, y una niña pequeña de falda tableada que sale del cole y se coge a la mano de un hombre joven que la espera, no dice si es su padre, o su educador social. No sabemos si ese niño que parece grande para ir en silla de bebé tiene parálisis cerebral, es autista o tiene un hueso roto. Tampoco si esa chica tan guapa que se cruza conmigo en la acera, es sorda, o tendrá fibromialgia.

No los veo. Pero están. Y son muchos. Muchas personas que no tiene recursos, que tienen discapacidad física, intelectual o sensorial. Personas enfermas que necesitan recursos, personas que la vida les ha ofrecido malas cartas que jugar, y que sin embargo, deciden lanzar un órdago a la grande y ser felices. Le pese a quién le pese. No son la mayoría, sin embargo poseen la mayor parte de la divinidades que tiene el mundo, y que el resto de "privilegiados" nos negamos a ver todo el rato.

Me quito el sombrero, me quito el sombrero ante los cientos y cientos de trabajadores y trabajadoras que cuidan de nuestros abuelos y abuelas en las residencias, que les peinan, les duchan, les dan de comer y les besan en la frente. A los cientos y cientos de educadores y educadores, de trabajadoras sociales, de voluntarios, de religiosos, que eligen dedicar sus vidas a ayudar a los invisibles, a los minoritarios, a los que no vemos habitualmente dando una vuelta por la ciudad. Esos que aprovechan cada euro de los eriales públicos y los multiplican de manera increíble, para llegar donde las administraciones no llegan, para amar al mundo de la manera que lo hacen.

Nunca estaré lo suficientemente agradecida por la oportunidad que he tenido en este tiempo de ver el mundo. Ese que para muchos no existe, ese que no se ve, que no preocupa a los mercados, ni a los magnates, ni a las grandes empresas. Esos que están dentro de los muros de la prisión, en los centros de menores, en los pisos, en las asociaciones de padres que luchan por el bienestar de sus hijos enfermos. Nunca tendré una lección de vida tan intensa, tan real, tan certera. Aprendí a abrazar, a no sentirme incómoda por lo desconocido, a escuchar, a sentir, a tocar.

No es triste. No lo es. Los miles de invisibles, sólo lo son a los ojos viciados, a los egos, a las vidas huecas. Podría parecer que es triste, que es duro, que es demasiado cruel. Y lo cierto es que a veces lo es, como el resto de vidas de los que formamos parte de la mayoría.

No quiero banalizar la enfermedad, es una putada y ojalá todos partiésemos con las mismas oportunidades. No quiero idealizar las discapacidades como si no fuesen algo cruel, terrible, un handicap de partida que te pone a prueba sin haberlo pedido. Pero este mundo, en este, que a veces es una mierda y que es tan injusto y desigual, a veces hay que quitarse la venda y comprender que aquí, entre la minoría, por encima de cualquier otro lugar, está el AMOR con mayúsculas. Y solo en el amor, reside la belleza. La belleza. 

martes, 7 de junio de 2011

Salir con chicas que no leen/Salir con chicas que leen

Este texto, no es mío, ojalá escribiese de esta manera, lo encontré a través de un amigo, en un blog que se llama Charm School, que a su vez lo sacó de www.elmalpensante.com.

MAGNÍFICO.

Sal con una chica que no lee (Por Charles Warnke)

Sal con una chica que no lee. Encuéntrala en medio de la fastidiosa mugre de un bar del medio oeste. Encuéntrala en medio del humo, del sudor de borracho y de las luces multicolores de una discoteca de lujo. Donde la encuentres, descúbrela sonriendo y asegúrate de que la sonrisa permanezca incluso cuando su interlocutor le haya quitado la mirada. Cautívala con trivialidades poco sentimentales; usa las típicas frases de conquista y ríe para tus adentros. Sácala a la calle cuando los bares y las discotecas hayan dado por concluida la velada; ignora el peso de la fatiga. Bésala bajo la lluvia y deja que la tenue luz de un farol de la calle los ilumine, así como has visto que ocurre en las películas. Haz un comentario sobre el poco significado que todo eso tiene. Llévatela a tu apartamento y despáchala luego de hacerle el amor. Tíratela.

Deja que la especie de contrato que sin darte cuenta has celebrado con ella se convierta poco a poco, incómodamente, en una relación. Descubre intereses y gustos comunes como el sushi o la música country, y construye un muro impenetrable alrededor de ellos. Haz del espacio común un espacio sagrado y regresa a él cada vez que el aire se torne pesado o las veladas parezcan demasiado largas. Háblale de cosas sin importancia y piensa poco. Deja que pasen los meses sin que te des cuenta. Proponle que se mude a vivir contigo y déjala que decore. Peléale por cosas insignificantes como que la maldita cortina de la ducha debe permanecer cerrada para que no se llene de ese maldito moho. Deja que pase un año sin que te des cuenta. Comienza a darte cuenta.

Concluye que probablemente deberían casarse porque de lo contrario habrías perdido mucho tiempo de tu vida. Invítala a cenar a un restaurante que se salga de tu presupuesto en el piso cuarenta y cinco de un edificio y asegúrate de que tenga una vista hermosa de la ciudad. Tímidamente pídele al mesero que le traiga la copa de champaña con el modesto anillo adentro. Apenas se dé cuenta, proponle matrimonio con todo el entusiasmo y la sinceridad de los que puedas hacer acopio. No te preocupes si sientes que tu corazón está a punto de atravesarte el pecho, y si no sientes nada, tampoco le des mucha importancia. Si hay aplausos, deja que terminen. Si llora, sonríe como si nunca hubieras estado tan feliz, y si no lo hace, igual sonríe.

Deja que pasen los años sin que te des cuenta. Construye una carrera en vez de conseguir un trabajo. Compra una casa y ten dos hermosos hijos. Trata de criarlos bien. Falla a menudo. Cae en una aburrida indiferencia y luego en una tristeza de la misma naturaleza. Sufre la típica crisis de los cincuenta. Envejece. Sorpréndete por tu falta de logros. En ocasiones siéntete satisfecho pero vacío y etéreo la mayor parte del tiempo. Durante las caminatas, ten la sensación de que nunca vas regresar, o de que el viento puede llevarte consigo. Contrae una enfermedad terminal. Muere, pero solo después de haberte dado cuenta de que la chica que no lee jamás hizo vibrar tu corazón con una pasión que tuviera significado; que nadie va a contar la historia de sus vidas, y que ella también morirá arrepentida porque nada provino nunca de su capacidad de amar.

Haz todas estas cosas, maldita sea, porque no hay nada peor que una chica que lee. Hazlo, te digo, porque una vida en el purgatorio es mejor que una en el infierno. Hazlo porque una chica que lee posee un vocabulario capaz de describir el descontento de una vida insatisfecha. Un vocabulario que analiza la belleza innata del mundo y la convierte en una alcanzable necesidad, en vez de algo maravilloso pero extraño a ti. Una chica que lee hace alarde de un vocabulario que puede identificar lo espacioso y desalmado de la retórica de quien no puede amarla, y la inarticulación causada por el desespero del que la ama en demasía. Un vocabulario, maldita sea, que hace de mi sofística vacía un truco barato.

Hazlo porque la chica que lee entiende de sintaxis. La literatura le ha enseñado que los momentos de ternura llegan en intervalos esporádicos pero predecibles y que la vida no es plana. Sabe y exige, como corresponde, que el flujo de la vida venga con una corriente de decepción. Una chica que ha leído sobre las reglas de la sintaxis conoce las pausas irregulares –la vacilación en la respiración– que acompañan a la mentira. Sabe cuál es la diferencia entre un episodio de rabia aislado y los hábitos a los que se aferra alguien cuyo amargo cinismo countinuará, sin razón y sin propósito, después de que ella haya empacado sus maletas y pronunciado un inseguro adiós. Tiene claro que en su vida no seré más que unos puntos suspensivos y no una etapa, y por eso sigue su camino, porque la sintaxis le permite reconocer el ritmo y la cadencia de una vida bien vivida.

Sal con una chica que no lee porque la que sí lo hace sabe de la importancia de la trama y puede rastrear los límites del prólogo y los agudos picos del clímax; los siente en la piel. Será paciente en caso de que haya pausas o intermedios, e intentará acelerar el desenlace. Pero sobre todo, la chica que lee conoce el inevitable significado de un final y se siente cómoda en ellos, pues se ha despedido ya de miles de héroes con apenas una pizca de tristeza.

No salgas con una chica que lee porque ellas han aprendido a contar historias. Tú con la Joyce, con la Nabokov, con la Woolf; tú en una biblioteca, o parado en la estación del metro, tal vez sentado en la mesa de la esquina de un café, o mirando por la ventana de tu cuarto. Tú, el que me ha hecho la vida tan difícil. La lectora se ha convertido en una espectadora más de su vida y la ha llenado de significado. Insiste en que la narrativa de su historia es magnífica, variada, completa; en que los personajes secundarios son coloridos y el estilo atrevido. Tú, la chica que lee, me hace querer ser todo lo que no soy. Pero soy débil y te fallaré porque tú has soñado, como corresponde, con alguien mejor que yo y no aceptarás la vida que te describí al comienzo de este escrito. No te resignarás a vivir sin pasión, sin perfección, a llevar una vida que no sea digna de ser narrada. Por eso, largo de aquí, chica que lee; coge el siguiente tren que te lleve al sur y llévate a tu Hemingway contigo. Te odio, de verdad te odio.

Sal con una chica que lee (Por Rosemary Urquico)

Sal con alguien que se gasta todo su dinero en libros y no en ropa, y que tiene problemas de espacio en el clóset porque ha comprado demasiados. Invita a salir a una chica que tiene una lista de libros por leer y que desde los doce años ha tenido una tarjeta de suscripción a una biblioteca.

Encuentra una chica que lee. Sabrás que es una ávida lectora porque en su maleta siempre llevará un libro que aún no ha comenzado a leer. Es la que siempre mira amorosamente los estantes de las librerías, la que grita en silencio cuando encuentra el libro que quería. ¿Ves a esa chica un tanto extraña oliendo las páginas de un libro viejo en una librería de segunda mano? Es la lectora. Nunca puede resistirse a oler las páginas de un libro, y más si están amarillas.

Es la chica que está sentada en el café del final de la calle, leyendo mientras espera. Si le echas una mirada a su taza, la crema deslactosada ha adquirido una textura un tanto natosa y flota encima del café porque ella está absorta en la lectura, perdida en el mundo que el autor ha creado. Siéntate a su lado. Es posible que te eche una mirada llena de indignación porque la mayoría de las lectoras odian ser interrumpidas. Pregúntale si le ha gustado el libro que tiene entre las manos.

Invítala a otra taza de café y dile qué opinas de Murakami. Averigua si fue capaz de terminar el primer capítulo de Fellowship y sé consciente de que si te dice que entendió el Ulises de Joyce lo hace solo para parecer inteligente. Pregúntale si le encanta Alicia o si quisiera ser ella.

Es fácil salir con una chica que lee. Regálale libros en su cumpleaños, de Navidad y en cada aniversario. Dale un regalo de palabras, bien sea en poesía o en una canción. Dale a Neruda, a Pound, a Sexton, a Cummings y hazle saber que entiendes que las palabras son amor. Comprende que ella es consciente de la diferencia entre realidad y ficción pero que de todas maneras va a buscar que su vida se asemeje a su libro favorito. No será culpa tuya si lo hace.

Por lo menos tiene que intentarlo.

Miéntele, si entiende de sintaxis también comprenderá tu necesidad de mentirle. Detrás de las palabras hay otras cosas: motivación, valor, matiz, diálogo; no será el fin del mundo.

Fállale. La lectora sabe que el fracaso lleva al clímax y que todo tiene un final, pero también entiende que siempre existe la posibilidad de escribirle una segunda parte a la historia y que se puede volver a empezar una y otra vez y aun así seguir siendo el héroe. También es consciente de que durante la vida habrá que toparse con uno o dos villanos.

¿Por qué tener miedo de lo que no eres? Las chicas que leen saben que las personas maduran, lo mismo que los personajes de un cuento o una novela, excepción hecha de los protagonistas de la sagaCrepúsculo.

Si te llegas a encontrar una chica que lee mantenla cerca, y cuando a las dos de la mañana la pilles llorando y abrazando el libro contra su pecho, prepárale una taza de té y consiéntela. Es probable que la pierdas durante un par de horas pero siempre va a regresar a ti. Hablará de los protagonistas del libro como si fueran reales y es que, por un tiempo, siempre lo son.

Le propondrás matrimonio durante un viaje en globo o en medio de un concierto de rock, o quizás formularás la pregunta por absoluta casualidad la próxima vez que se enferme; puede que hasta sea por Skype.

Sonreirás con tal fuerza que te preguntarás por qué tu corazón no ha estallado todavía haciendo que la sangre ruede por tu pecho. Escribirás la historia de ustedes, tendrán hijos con nombres extraños y gustos aún más raros. Ella les leerá a tus hijos The Cat in the Hat y Aslan, e incluso puede que lo haga el mismo día. Caminarán juntos los inviernos de la vejez y ella recitará los poemas de Keats en un susurro mientras tú sacudes la nieve de tus botas.

Sal con una chica que lee porque te lo mereces. Te mereces una mujer capaz de darte la vida más colorida que puedas imaginar. Si solo tienes para darle monotonía, horas trilladas y propuestas a medio cocinar, te vendrá mejor estar solo. Pero si quieres el mundo y los mundos que hay más allá, invita a salir a una chica que lee.

O mejor aún, a una que escriba.

PD. Visto en www.elmalpensante.com

viernes, 3 de junio de 2011

PAPÁ

No tenía en ningún caso, más de 11 años, puede que 10 incluso, porque aún vivíamos en la primera casa que alquilamos. Era viernes de madrugada, y entraste en la habitación de María y mía, y me despertaste. Serían las 5 de la mañana.
Me dijiste que tenía que levantarme, que nos íbamos de excursión. Mi madre me había dejado la ropa preparada, de abrigo, porque aún era invierno, no recuerdo el mes, pero hacía frío. Te pregunté sin demasiado entusiasmo a dónde íbamos y dijiste que era sorpresa, así que entré en el coche, y cuando desperté de nuevo, estábamos en el aeropuerto. Me habías prometido hacía mucho que ibas a llevarme a ver el zoo de Madrid, porque yo quería ser veterinaria, y de aquella ya me dejabas ponerle el suero a los cachorros que se nos ponía malos de parvovirosis. Fuimos a Madrid, al zoo, al museo del Prado, al parque del Retiro. Llovió y tuvimos que comprar en un puesto un paraguas de esos que cada gajo es de un color pero aún así nos mojamos, y comimos en una especie de parque de atracciones y pasamos todo el día por ahí, hasta que por la noche, nos vinimos de nuevo en un tren cama de esos con litera, yo dormía abajo y tú arriba, y jamás había visto un baño con ducha tan enano... Cuando volvíamos en coche, te dije que ya no me gustaba tanto el zoo, que me gustaban los animales por las montañas y por los bosques y por el mundo, como los corzos de Somiedo. Me dijiste: a mí también.
Ese es uno.

Siempre fuiste un padre al revés. Cuando era pequeña salieron de moda los cigarrillos de chocolate, de esos que imitaban a cigarros de verdad y podías hasta elegir Malboro o Camel, pero nunca me dejaste comprarlos, ni tampoco jugar a ninguna máquina de video juegos de esas que había de tetris o del super pang. Tampoco se admitían en casa revistas chorras, sí Super Ole, Comics, cuentos o libros de Alfaguara o Barco de Vapor. Sin embargo, siempre me dejaste usar navaja, cuando íbamos a pasar todos los fines de semana en Somiedo, me enseñabas a pelar ramas para hacerme bastones, y a hacer dibujos en la corteza de las ramas. - Hacia afuera-, me decías, -siempre la hoja mirando pa fuera-. Y siempre llevé una navaja en el bolso de esas de opinnel, o de taramundi, o unas que venían con un tenedor. Un día, de esos que estábamos en Somiedo, en la cuadra de teito que usábamos de cabaña por el verano cuando las vacas estaban por el valle, con una rama me hiciste un bote, del tamaño de una pila, con su tapita por un extremo. La abrí y había un escarabajo de esos que tiene mil colores. Otro día, era de noche, y me regalaste otro botecito. Dentro, guardaste una luciérnaga.
Ese es el segundo.

Dormíamos todos juntos, en sacos, encima de colchones alineados sobre la madera. Nos despertaste a todos los primos que estábamos y salimos de madrugada, eran como las 3 o cuatro de la mañana. Había dos caminos para ir al valle de Sousas, por abajo pasando por la cabaña del marinero o bordeando el valle por arriba. Fuimos por arriba. Teníamos que ir casi sin linterna y sin hacer ruido. Llegamos por arriba y nos tumbamos en el suelo, asomamos la cabeza y allí estaban abajo, una jauría de lobos en torno al río. Aullaban y bebían agua. Había montones. Por aquella época, aprendí a diferenciar con tus prismáticos corzos, y rebecos, y a caminar por la nieve con raquetas, y más tarde con los esquis rojos. Aprendí a hacer un iglú, a colocar de nuevo las piedras de un muro si al pasar las tirábamos, a ver las pisadas, a leer por las noches El Pequeño Vampiro, con la única luz que la de la chimenea.
Ese, es el tercero.

Por los veranos había en el pueblo,una semana para niños sobre la bici. Tenías que acreditarte con un dorsal, y todas las tardes había pruebas por edades, como subir con la bici por un trampolín, o enganchar en marcha aros suspendidos en el aire sin poder poner los pies en el suelo ni parar la bici. Era todo un recorrido de obstáculos y te cronometraban el tiempo y penalizaban las veces que apoyabas los pies en el suelo. Cada día había premios para todos, cosas que donaban las tiendas, juguetes, material escolar, o barajas de naipes del banco Herrero. Al final de la semana, el último día, era el más importante, el campeonato de los campeones, y los premios ya eran medallas o copas con una placa.
Uno de esos días, al acabar, a eso de las 9 de la noche, mi BH naranja, que ya había sido de mi hermano y luego de mi hermana, se rompió a la mitad. La barra de donde salen los pedales, estaba muy gastada de rozar con los bordillos, y aquel día al pasar por encima de uno, dobló y rompió. Fui hasta casa llorando, de la mano de mi madre que sujetaba como podía con la otra las dos partes de la bici. Era desastroso porque al día siguiente tenía competición y no tenía bici. Fuiste al taller esa noche, me soldaste la bici y le pusiste una barra de refuerzo, que cumplía además una función de tuning, ya que le daba un aire más coupé, y la pintaste con el naranja que utilizas de imprimación debajo de la pintura, que era un poco más cantoso, pero que quedaba estupendo, y cuando desperté por la mañana, tenía bici. Quizás tendría 6 o 7 años.
Este es el cuarto.

Podría seguir enumerando recuerdos sin cansarme, emocionándome como lo estoy ahora mientras escribo estas líneas, y renovando mis votos una y mil veces, para quererte como te quiero. No recuerdo sin embargo cómo era la bici flamante que me regalaron al hacer la comunión que tú nunca quisiste que hiciera, ni fuimos nunca a Eurodisney. Tampoco fuimos ninguna vez a Alcampo un sábado, que de aquella, parecía ser lo más divertido del mundo. Nunca tampoco me llevaste al Mc Donal's, ni fuimos de vacaciones a un hotel, jamás. Pero me llevaste a ver fuegos artificiales y amaneceres y dentro de una mochila de monte a esquiar cuando aún no caminaba. Supe montar una canadiense antes que cualquiera, y cruzamos en piragua el embalse de Riaño y nos bañamos en muchos ríos diferentes, con cascadas y sin ellas. Cuando compraste la moto grande sin que nadie lo supiera, fuiste a buscarme aquel día de verano a la piscina y me llevaste a dar una vuelta con un casco que te habían prestado y me enseñaste a tirar al tirachinas. Le ponías nombres a los perros que me hacían pasar vergüenza y luego nunca quería llamar a voces a Pirula, o a Marisolita, o a Chacho, porque me ponía colorada. Me animaste a hacer mil viajes, mil campamentos, mil excursiones, a vencer todos los miedos.

No te recuerdo diciéndome te quiero y no me recuerdo dándote las gracias. Por más que hago memoria, no encuentro ese instante, no tengo tu voz grabada diciéndome que me querías. Pero sin embargo, recuerdo con una nitidez impensable, el día que me regalaste aquel llavero de madera que habías tallao y que ponía mi nombre, la postal que me enviaste desde Sevilla que tan sólo ponía Te quiere: tu padre. recuerdo cada aprendizaje que hizo que en mi pirámide de amores, tú seas el rey. No echo de menos nada de lo que no tuvimos, y te doy gracias por esas ausencias. Te doy gracias infinitas por elegir junto a mamá lo que escogisteis, por ir a coger setas en vez de ir a comprar ropa, por ir al camping en vez de al resort. No echo de menos nada de lo que no tuvimos, porque tuve todo lo que soy ahora, porque las carencias de lo accesorio, de lo secundario, me hicieron comprender pronto lo importante.
Algunas veces, miro tus manos ajadas y destrozadas de 50 años entre el hierro, y me apetece cogerlas, y acariciarlas, y envolverlas con mi piel nueva y hacerles un traje. Porque tus dolores son los míos, tus miradas, son las mías, y tu rugido, ese que decidiste regalarnos a todos, ese que te llevó a cortar tus alas para dárnoslas al resto, es el faro que me guía, es mi kamchatka, es mi refugio al que volver.

64 años papá. Y renuevo mis votos de incondicional.
Y nos deseo mucho más, mucha vida más, mucho amor más.