No es una sensación constante, es como una punzada. Las agujas del reloj hacen su trabajo, y en tu ausencia, parecen impertérritas y avanzan implacables sin prisas ni pausas, como si por fin, respetaran los segundos, y los espacios y los tiempos.
Mientras la vida pasa, las rutinas se afianzan como rutinas, y las actividades cotidianas te mantienen lejos. Es entonces cuando sucede. Algo impercetible a la conciencia trae tu imagen, o puede que su recuerdo, o puede que tu ausencia. Y la mirada por un segundo se pierde para posarse en tí, que no estás, pero se posa de igual manera en ese recobeco perfecto entre tu hombro y tu cuello que se me antoja que tiene la forma de mi cabeza. Se posa en detalles que pasan desapercibidos cuando son tus labios los que están aquí, cuando es tu voz la que escucho. Puede ser en el lunar de tu mejilla, o en tu dedo meñique del pie que se abre hacia fuera cuando caminas. Algunas veces se posa en la piel suave de tus brazos, en tu espalda templada o en esa erre que suavemente arrastras al hablar. Se apoya en tu pelo húmedo de sudor, en tu mirada callada que apoyas sobre la almohada, en tus ganas...
Es entonces cuando sucede. Cuando te echo tanto de menos que cambiaría cualquier super poder por ser capaz de transportarte hasta mi piel. Cuando esa punzada me empuja a escribir, a intentar retener inútilmente el instante en que sucede.
Y es en vano, así que dejo con resignación que la punzada se cuele por los bolsillos, mientras miro el reloj y pienso que son tantas las horas que han pasado desde que te has ido que ha pasado un día entero, que son tantas las horas que faltan para que vuelvas, que quizás me esperen docenas de punzadas.
Esas que me recuerdan que quizás tenga suerte, que quizás llegues, que quizás vuelvas para quedarte. Que quizás, tus punzadas y las mías, formen parte de algo grande.